Tarot Rider: el mazo que cambió la forma de ver el futuro
Nadie sabe exactamente qué momento fue el decisivo. Tal vez fue el primer trazo de una figura en silencio, o una taza de té que se enfrió mientras alguien imaginaba el alma de un mazo. Lo cierto es que el tarot Rider no surgió de una revelación mística bajo la luna, ni de un papiro hallado en un templo secreto. Apareció en Inglaterra, sí, esa Inglaterra de principios del siglo XX en la que lo espiritual y lo racional empezaron a caminar juntos, como si fueran viejos enemigos que, de repente, se dan la mano sin saber muy bien por qué.
Arthur Edward Waite no era un chamán. Era un hombre que pensaba, que leía, que buscaba. Creía que en los símbolos había respuestas. Y por eso creó su tarot. Pero el verdadero corazón del mazo no fue él. Fue ella. Pamela Colman Smith. Una ilustradora con el alma llena de mundos. Pintó cada carta con una mezcla extraña de precisión y misterio, como si cada una fuera un fotograma detenido antes del sueño. Las imágenes no explican: sugieren. No gritan: murmuran.
Antes del tarot Rider, la mayoría de las barajas eran herméticas. Los arcanos menores eran casi mudos. Pero Pamela les dio voz. Escenas completas, gestos, paisajes. De pronto, leer el tarot era como mirar dentro de una novela dibujada. Sin necesidad de fórmulas ocultas ni túnicas ceremoniales.
Y lo mejor es que funcionaba. Funciona. Desde entonces, este mazo ha sido usado por quienes quieren entender algo, aunque no sepan bien qué. Porque eso hace el tarot Rider: no predice el futuro como quien lee un informe. Lo sugiere, lo bordea, lo susurra.
A día de hoy, sigue siendo el más utilizado. No porque sea el más bonito. Ni el más complejo. Sino porque conecta. Porque habla. Porque uno se sienta frente a sus cartas y, sin saber muy bien cómo, empieza a escuchar cosas que llevaba tiempo callando.
