Tarot online: desde donde te plazca y cuando te urja
A ella le pasaba eso que a menudo nos pasa cuando la vida no grita pero tampoco calla: la cabeza se le llenaba de pensamientos errantes, como mariposas sin mapa. Nada grave, nada que hiciera sonar alarmas, pero lo bastante persistente como para enturbiar la claridad. Una de esas inquietudes leves pero testarudas que se cuelan entre el café y el correo y se quedan flotando, como esas nubes que no descargan lluvia ni se van del cielo.
Entonces una amiga, entre charla y risas, le soltó la pregunta:
—¿Y alguna vez probaste el tarot online?
Ella frunció el ceño, claro. Imaginó algoritmos disfrazados de mística y cartas digitales con menos alma que una fotocopia. Pero escuchó. Y al escuchar, algo cambió.
Porque no se trataba de una función predictiva de ciencia ficción barata. Ni de que alguien le dijera qué número jugar en la lotería o cuándo conocería al amor de su vida. No. Era otra cosa. Más humana. Más íntima. Al otro lado había alguien —real, vivo, presente— con sus cartas, su intuición, su silencio antes de hablar. Una persona que no pretendía adivinar el futuro, sino ayudar a mirarlo con otros ojos.
Y lo mejor: sin moverse de casa. Ni maquillaje, ni salas de espera, ni el teatro de lo esotérico. Solo ella, su habitación y su teléfono. Desde ese lugar donde uno se encuentra cuando quiere encontrar algo: certezas suaves, una dirección, o simplemente un momento de pausa. Porque el tarot online no exige coordenadas fijas; basta con un poco de tiempo y una chispa de disposición.
Descubrió que las cartas —esas arcanas sabias— no responden tanto como despiertan. Y que el tarotista, aunque no supiera nada de su historia, parecía poner palabras exactas en los lugares donde sus pensamientos tropezaban. A veces eran frases sencillas, casi banales, pero dichas en el momento justo: como una linterna que enciende el rincón exacto de una habitación desordenada.
Le gustó poder elegir. Mensaje, audio, videollamada. Según el ánimo, según la necesidad. Y más que nada, valoró eso que escasea incluso en las conversaciones cara a cara: sintió que alguien la escuchaba de verdad.
No tenía un drama griego entre manos. Tampoco una urgencia existencial. Solo quería entenderse un poco mejor. Porque a veces lo único que una necesita es eso: una voz que no interrumpe, una mirada que ve más allá, y un pequeño ritual que —con ayuda de las cartas— convierte el ruido mental en susurros comprensibles.
Y si todo eso se puede hacer desde donde te plazca y cuando te urja, mejor todavía.